La choza de los malos espíritus

Olwethu y Nomandia vivían en una aldea de la tierra zulú. Se casaron muy jóvenes, pero la naturaleza les negó descendencia y la familia del marido comenzó a murmurar. Ella soñaba con darle un hijo fuerte a su esposo y demostrar a todos que podía traer la felicidad y la prosperidad a su hogar. Al principio probaron los remedios caseros contra la infertilidad: ungüentos de grasa de avestruz, pócimas afrodisíacas para atraer más al hombre, pero nada daba resultado.

Consultado el hechicero, propuso que se juntasen a diario. Los días de luna nueva, mientras Olwethu dormía, ella salía a hurtadillas de la choza, atravesaba la entrada de la empalizada circular que rodeaba el kraal formado por una veintena de chozas redondas y se alejaba por la sabana hasta el árbol de la fertilidad. Allí se tumbaba en el suelo, boca abajo, con las piernas y los brazos abiertos y pedía al espíritu ancestral Unkulunkulu que le enviara la energía del cielo para concebir a un hijo antes de que la luna llena mostrara todo su esplendor de plata en el firmamento.

Pero, luna tras luna, nada nuevo ocurría en las entrañas de Nomandia. Parecía que el dios se negara a escuchar sus ruegos. Ella se sentía culpable y pensaba que había hecho algo que ofendía al espíritu y este le castigaba con la sequedad de su vientre.

Una noche en la que el camino blanco que cruza el cielo brillaba más que nunca, al concluir su oración abrió los ojos y, en ese preciso instante, vio caer una estrella del firmamento dejando tras ella un rastro luminoso que tardó un momento en disiparse. Entonces se dio cuenta de que, por fin, Unkulunkulu había abierto sus oídos y le enviaba una señal.

Al ponerse en pie tuvo una visión espeluznante: contempló la silueta de dos horribles hienas que gimoteaban y reían disputándose un bocado de carne que parecía un animal pequeño, quizá un cachorro. Nomandia corrió de vuelta al kraal y se metió en su choza. Esa noche soñó que el dios le había concedido un hijo, pero la visión de las alimañas era un aviso: su hijo sería vulnerable y ella debería prestarle extremos cuidados para que creciera sin que nadie le hiciera daño.

Llegó la luna llena y. Nomandia sintió que había vida en sus entrañas. Esperó aún un tiempo para estar segura y poder darle la buena noticia a Olwethu. Cuando el día llegó, todo fue alegría y felicidad en aquella choza. Bueno, y en todo el poblado, porque el marido corrió a contarlo a sus parientes y amigos. Alguno, por cierto, no reprimió las ganas de gastarle una broma.

—¡Vaya! ¡Menos mal! Si te descuidas, en vez de padre te conviertes directamente en abuelo —le dijeron.

Fue un embarazo difícil. A la pobre Nomandia le costó un esfuerzo enorme sacarlo adelante. Menos mal que tuvo la ayuda de su marido que no permitió que hiciera tareas pesadas o que requirieran esfuerzo de ningún tipo.

Cuando estaban a punto de cumplirse las nueve lunas llegó el momento: llamaron a las otras mujeres del poblado y a un primo que trabajaba por temporadas en un hospital de Soweto y tenía gasas, medicinas e instrumentos que podrían ser de utilidad en el alumbramiento.

El parto fue largo y difícil y nació un niño pequeñito y débil. Los padres se afanaron en su cuidado y, transcurrido un tiempo, una vez que la naturaleza dio su veredicto a favor de la criatura, organizaron la ceremonia en la que se le asignaría un nombre. Era un rito muy importante en la vida de una familia zulú porque representaba que el recién nacido tenía ya su propia identidad. Era un ser vivo único ante los ojos del Gran Espíritu.

El rito se mantenía en la actualidad, pero se había sustituido el sacrificio de un animal por un buen banquete preparado por las mujeres de la familia. Cuando llegó el momento, el jefe del poblado preguntó el nombre que se impondría al pequeño. Olwethu miró a su esposa. Ella asintió y él se volvió al anciano.

—El niño se llamará Bhekisisa —pronunció solemnemente—. En nuestra lengua quiere decir el que recibirá los cuidados.

Bhekisisa creció entre algodones porque todas las dificultades que habían surgido hasta su nacimiento, unidas a la superstición de la visión de las hienas en la noche en que fue concebido, habían creado una leyenda de vulnerabilidad a su alrededor y lo habían convertido en un niño sobreprotegido.

Para él estaba terminantemente prohibido salir más allá de la empalizada del kraal si no era de la mano de sus padres o en compañía de otros parientes o vecinos. Cuando llegó la edad de ir a la escuela sus padres decidieron que era demasiado peligroso y retrasaron el acontecimiento un par de años hasta que vieron que no tenían más remedio si no querían que su hijo se convirtiera en un marginado.

Llegó la pubertad y luego la adolescencia. Bhekisisa creció a la par que sus miedos. Cuando alcanzó los 17 años la tradición establecía que el chico debía abandonar la choza de sus padres y establecerse en su propia cabaña. Era la forma de estimular su independencia y de prepararle para la etapa adulta en la que debería encontrar una forma de vida y una pareja para fundar una familia y contribuir así al crecimiento de su pueblo. Se acercaba la fecha de su emancipación, pero el joven no hacía más que poner pegas.

—¿Qué pasará si enfermo? ¿Quién cuidará de mi? ¿Y si no encuentro a nadie que quiera vivir conmigo? Sus padres tuvieron que empujarle a la nueva vida. Ya habían caído en la cuenta de que su hijo había crecido bajo tanta protección que no sería capaz de desenvolverse por su cuenta si no aprendía pronto a hacerlo.

El consejo de la tribu asignó una choza que había quedado desocupada por una pareja joven. El marido había encontrado un buen trabajo en Sandton, la zona rica de los blancos cerca de Johannesburgo y la pareja se fue a vivir a un barrio obrero de la capital.

Bhekisisa se estableció en aquella cabaña. Llevó consigo su ropa, sus objetos preferidos y también sus problemas y sus miedos, que se afincaron junto a él en la choza convirtiéndose en malos espíritus que le acompañarían siempre.

Cuando se quedaba solo en su casa era capaz de mantener largas conversaciones con sus espíritus perturbadores. Por ejemplo, un día pensó alistarse en el ejército y, antes de contarlo a sus padres, los malos espíritus le disuadieron.

—¿Qué te vas a alistar en el ejército? —le decían—. ¡Tú no sabes lo que es eso! Lo primero, se van a burlar de ti porque no sabes hacer nada. Además, la vida militar es muy peligrosa y te puedes hacer daño—. Así que desistió de la idea.

En otra ocasión se le ocurrió que podría ir al sur a trabajar en la vendimia. Los espíritus le convencieron de que era mala idea porque era una tarea agotadora. Además, el capataz le atizaría con la vara cada vez que metiera la pata.

Bhekisisa se entretenía tallando figuritas de madera. Había aprendido a hacerlo de un tío abuelo que le regaló una navaja preciosa. Tuvo una larga discusión con sus espíritus que le advirtieron que lo dejara porque algún día se cortaría un dedo. Pero él les convenció explicándoles que, haciendo las figuritas, estaría más tiempo en la choza conversando con ellos, porque no había nada mejor que hacer que quedarse dándole vueltas a sus temores durante horas.

Finalmente, los espíritus le permitieron intentarlo. Lo cierto es que se le dio bastante bien. Hacía unas figurillas muy bonitas que se parecían mucho a las imágenes que fabricaban sus antepasados. También aprendió a tallar máscaras.

Un día un primo lejano que vivía en Nongoma, al norte de las tierras zulú, visitó el poblado. Se dedicaba a recoger por la región productos típicos, como baratijas y objetos étnicos, y los vendía a los comerciantes de los puestos ambulantes que hay en los mercadillos de Johannesburgo, Pretoria y, en ocasiones, Ciudad el Cabo.

Bhekisisa le invitó a conocer su choza y, al ver sus trabajos en madera, el primo le ofreció 200 Rands por las figuritas. Las mandaría a los mercados de la ciudad y, si se vendían bien, le haría llegar algo más de dinero para que fabricara más piezas. Bhekisisa le dijo que se lo pensaría y que le diría algo antes de su partida.

Durante toda la tarde estuvo dándole vueltas al asunto mientras sus espíritus domésticos no paraban de advertirle de los peligros.

—Mejor no te hagas ilusiones. Tú no eres un artista —le decían unos.

—Tu primo te va a timar. No te fíes. Mejor que no te metas en líos —aconsejaban otros.

Estaba agotado de tanto darle vueltas. Finalmente accedió. Tomó el dinero de su primo y este llevó la furgoneta junto a la choza y se llevó un cargamento de máscaras, diosecillos y guerreros de madera.

Con el dinero que le dio su primo compró un vestido a su madre y un sombrero a su padre. Le sobró algo, que invirtió en madera para hacer figuritas y una herramienta para pulirlas y que su trabajo tuviera un acabado más profesional. Todo esto, claro está, después de interminables discusiones con sus espíritus que querían evitar a toda costa que se involucrara más en la aventura pues trataban de protegerle de un hipotético fracaso.

Pronto le llegaron noticias del primo. El género que se llevó en su viaje se había terminado y los vendedores de los mercadillos le reclamaban más material con urgencia. Esta vez le enviaba 1.000 Rands, pero debía ponerse a trabajar sin demora.

Bhekisisa estaba embriagado por el éxito y, al mismo tiempo, atenazado por el miedo. Sus espíritus no paraban de recriminarle.

—Te vas a pegar un trastazo. Ya lo verás —decían.

El joven artesano buscó un lugar cercano al poblado en el que podría disponer de más espacio para trabajar y almacenar sus productos. Allí le dejaban en paz sus pensamientos negativos y podía dedicarse a la labor que tanto le agradaba y que ya estaba dando sus frutos. Pero al llegar a casa por la noche se quedaba sólo con sus queridos y familiares miedos que le sometían a un acoso insoportable.

—¿Cómo vas a encontrar una compañera que te quiera si te pasas el día fuera de casa? —le decía uno.

—Ya verás qué pronto te va a engañar tu primo —advertía otro.

Por fin, envió el segundo pedido. Las estatuillas y las máscaras volaron de las estanterías y de los puestos del mercadillo y, poco después, llegó un tercer encargo acompañado de 5.000 Rands.

Bhekisisa podía hacerse rico, pero su vida se estaba convirtiendo en un tormento. De día, mientras tallaba o pulía sus piezas, todo iba bien. Lo malo era llegar a casa por la noche y encontrarse con la cuadrilla de espíritus que estaban ya muy arraigados en su choza y no le dejaban en paz ni un segundo.

No podía más. Un domingo fue a almorzar a casa de sus padres y les contó el calvario por el que estaba pasando. Ellos se entristecieron mucho. Nomandia comprendió enseguida que su sobreprotección había propiciado que las precauciones se convirtieran en miedos y éstos en malos espíritus que se habían afincado en su choza.

Llamaron al brujo de la tribu que visitó el lugar y profirió diversos conjuros para expulsar a los malos espíritus de una morada. Pero, cuando sus padres y el hechicero se fueron, allí seguían los irreductibles espíritus gritando y protestando.

Acudieron a un especialista que vino de lejos, encendió una hoguera con hojas y arbustos llegados de la sabana, pero no consiguió echarlos de allí.

Bhekisisa pensó que se volvía loco. Tenía un medio de vida que le gustaba. Estaba ganando mucho dinero y pronto podría comprar las once vacas que la tradición fijaba para entregárselas al jefe de la Tribu en recompensa por haber criado y educado a su bellísima hija Nobuhle. El joven escultor estaba enamorado de ella y pretendía esposarla. Pero todo eso podía irse al traste por culpa de los miedos que siempre andaban rondándole la cabeza.

Un día decidió poner fin a aquella situación. Viendo que los conjuros no habían dado resultado no quedaba más que una alternativa: abandonar la choza. Debía salir de allí y alejarse todo lo posible.

Decidió mudarse a la ciudad. Allí alquilaría un local con un pequeño apartamento en el piso de arriba donde poder vivir. Compraría una motocicleta de segunda mano para ir a visitar a sus padres los fines de semana y cuando reuniera el dinero suficiente, se haría con las once vacas y pediría la mano de Nobuhle.

Compartió el plan con sus padres y avisó a su primo para que le ayudara con el traslado. La última noche no pudo pegar ojo. Sus espíritus y sus dudas no pararon de atormentarle.

—¡No serás capaz de salir adelante solo!

—Nunca podrás atraer a Nobuhle, no eres lo bastante bueno para ella.

—Mejor, quédate aquí, junto a tus padres y al resto de la tribu.

A la mañana siguiente el primo llegó temprano. Cargaron sus enseres en la parte trasera de la camioneta y los taparon con una gruesa lona para protegerlos del polvo del camino. Sus padres estaban allí para despedirle y se dieron un largo abrazo. Pasó por la choza de Nobuhle para decirle que pronto tendría noticias suyas. Subió a la camioneta, cerró la puerta, sacó el brazo para enviar un último adiós y miró hacia su choza. Le extrañó no ver allí a sus espíritus tratando, una vez más, de convencerle para quedarse junto a ellos. Miró a su primo, le hizo una seña con la cabeza y el primo arrancó el motor, tomando el polvoriento camino hacia la ciudad.

Antes tenían que pasar por la aldea en la que Bhekisisa guardaba los materiales y las herramientas de trabajo. Debían recogerlos y cargarlos con el resto de los enseres para llevarlos al nuevo taller en la ciudad. Pararon ante el local y un vecino, al reconocer al joven artesano, se acercó a la camioneta.

—¿Dónde vais tan temprano? —preguntó.

Antes de que Bhekisisa pudiera decir nada, una voz estridente sonó debajo de la lona.

—Pues ya ves, ¡nos mudamos! Nos vamos de nuestro kraal porque a este insensato se le ha ocurrido pensar que huyendo de su choza se librará de nosotros.

No es valiente quien no tiene miedo, sino quien, a pesar de sentirlo, es capaz de actuar venciendo la resistencia que esta emoción ejerce sobre su persona.Crecemos como personas porque hay una energía especial que nos empuja hacia la transformación para mejorar. Las fortalezas que poseemos, los sueños y los valores forman parte de esta energía. Pero también hay fuerzas que pueden frenar ese crecimiento. La más poderosa de ellas es el miedo. Mejor dicho, los miedos, porque todos nos vemos limitados o condicionados por unos cuantos. Hay miedo a fracasar, que suele ser paralizante, miedo a ser vulgar, a no ser aceptado, apreciado o querido, a sentir el dolor o a sufrir la pérdida de algo o de alguien.

No podemos vivir ignorando los miedos y tampoco dejándonos llevar por ellos. Si en la especie humana no hubiera muchos individuos capaces de vencer sus miedos, no habríamos conquistado la luna, ni habríamos descubierto América, o la penicilina; incluso es posible que nunca hubiéramos levantado las manos del suelo para empezar a caminar erguidos.

Hay que enfrentarse a los miedos, pero, sobre todo, hay que conocerlos bien. Para presentarles cara es necesario saber de qué intentan protegerte y habrás de prepararte para afrontar el dolor que tratan de evitar en ti. Debes ser capaz de entablar una conversación con ellos en la que agradezcas su ayuda, pero les adviertas que, para conseguir ser mejor, debes ser tú quien tome el control de las situaciones, no ellos.